Hacía días que los milicianos republicanos avanzaban a duras penas por la campiña de Manresa. Eran los tres más jóvenes del escuadrón. Habían logrado eludir una avanzada de tropas franquistas. El precio fue la libertad de un par compañeros heridos. Todavía estaban vivos cuando los tres, escondidos en las ruinas de una iglesia bombardeada, lograron escapar a fuerza de tiros.
—¿Creéis que seguirán vivos? —preguntó Salvador, el más joven. Había sido reclutado a la fuerza, prefería el fútbol y las chicas a la política.
—No —contestó Francesc, el agitador comunista que odiaba a la patronal y organizaba huelgas en las fábricas—. Los Regulares del Rif no perdonan —. Lo seguían las imágenes de los soldados marroquíes de uniforme color garbanzo y tarbush rojo en la cabeza. El recuerdo de sus compañeros abandonados también.
—¡Qué hambre tengo, coño! —dijo Joan, el intelectual de izquierda. Soñaba con cambiar el mundo, pero apenas había logrado cambiar la pluma por el fusil.
Siguieron avanzando por la tierra arrasada. No les quedaba nada del rancho en frío que habían llevado al frente. Tenían los ojos apagados y las mejillas hundidas. Les rugían las tripas. Tenían un ojo puesto a vanguardia y otro a retaguardia. Eran blanco fácil. Si los capturaban, los esperaba la corte marcial y el campo de concentración. La ofensiva sobre Cataluña era un hecho. La República tenía los días contados.
—¡Malditos falangistas! —dijo Francesc—. ¡Me cago en su leche!
—¡Mirad! —dijo Salvador señalando hacia el oeste. —¡Una masía! —gritó, apretando el paso. Los otros siguieron al líder improvisado de 20 años, contagiados de su entusiasmo.
Corrieron los últimos metros como unos desesperados.
—¿Quién vive? —gritó Francesc. Le respondió el más absoluto silencio. Ni el cacareo de gallinas ni el balido de ovejas. Ni un payés a la vista. Solo la desolación de la guerra.
Rodearon la sólida casa de piedra, testigo mudo de luchas pasadas. Detrás había un cobertizo y, más allá, un huerto de olivos. Francesc se les adelantó.
—¡Camaradas, a mí! —llamó desde el cobertizo. Los tres se lanzaron sobre unas barricas de vino arrumbadas. Rompieron las tapas a los hachazos. Ahuecaron las manos para beber. Se atragantaron, tosieron, siguieron bebiendo. Rieron y bromearon.
—Silencio —dijo Joan—. Prestad atención. Creo haber oído ruido de botas. —Los demás largaron risotadas etílicas.
—Lo imaginas —soltó Francesc—. Venga, vamos a investigar por allí.
Todavía con los fusiles al hombro, se tambalearon hacia el olivar en busca de algún alimento.
Los árboles estaban repletos de frutos. Salvador, Joan y Francesc treparon para alcanzar las aceitunas más carnosas. Salvador mordió una, pero la escupió.
—Hostias, ¡qué amarga!
—Traga, hombre— dijo Francesc. —Quién sabe cuándo volveremos a encontrar algo para comer.
Los tres se atiborraron de aceitunas. Las arrancaban con las dos manos y se las metían de a puñados en la boca. Amargas como la hiel, sabían a esperanza.
Unos silbidos secos y el ruido sordo de los impactos distrajeron la atención de los milicianos. Tardaron unos segundos en darse cuenta de que les llovían balas.
—¡Saltad! — bramó Salvador—. ¡Nos atacan! —Los tres se tiraron al suelo. Resguardados detrás de los troncos, abrieron fuego. Los regulares respondieron con la misma intensidad.
—¡Morid, hijos de puta! — gritó Francesc.
Dispararon a mansalva. Salvador pensó en su madre y su hermano, que habían quedado en su pueblo, en sus compañeros de fútbol. Joan y Francesc entonaban el himno No pasarán.
Y no pasaron. La campiña volvió a quedar en silencio. Los milicianos esperaron varios minutos sin cambiar de posición. Salvador se levantó y fue hacia los regulares muertos. Eran tan jóvenes como ellos tres.
Salvador, Joan y Francesc cargaron con sus fusiles y las municiones de los regulares. Con los morrales llenos de aceitunas, retomaron la marcha hacia los suyos.