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Tren

Federico salta de la cama. Mira el reloj. Es tarde. Se afeita rápido y mal, no ve los parches de barba que deja cerca de una oreja y debajo del mentón. Oye el timbre teléfono desde el baño. No tiene tiempo de atender. Por suerte, hace poco se rapó los rulos y no necesita peinarse.

Tiene hambre, pero no hay tiempo para desayunar. Apenas alcanza a manotear una milanesa fría de anoche que le alcanza la madre, todavía en bata. Traga la milanesa seca y luego se arregla la corbata torcida mientras corre a la estación. No quiere llegar tarde al banco otra vez. El gerente le avisó que la próxima vez le cabe sanción y nota en el legajo. Banqueros de mierda. No saben lo que es vivir en el Conurbano y sufrir la odisea de viajar al Centro todos los días.

Sube al tren con los segundos justos. Cuando uno toma el tren a la misma hora, suele ver las caras conocidas de gente desconocida. El cadete de pelo largo y aro en la nariz, la administrativa que usa minifalda invierno y verano, el de mantenimiento con pantalón y camisa Ombú color azul, la estudiante universitaria con granos en la cara que se baja en Caballito. Esa tiene pinta de estudiar Filosofía y Letras en Puán. Se sacude algunas migas rezagadas de la solapa del traje. Ojalá no queden manchas de aceite, con lo que le costó comprar su único traje.

Esta mañana hay una atmosfera diferente dentro del vagón, como más pesada, casi hostil. Nadie habla ni escucha audios de Whatsapp ni se oye la música metálica de reggaetón que se escapa por los auriculares. Los pasajeros miran al frente, hombros erguidos, espalda derecha como los soldaditos con los que Federico solía jugar bajo la parra del patio.

Milagrosamente, un pasajero se baja en Morón. Federico se lanza sobre el asiento desocupado y todavía caliente, no sea cosa que se lo robe algún vivillo. Viajar en el Sarmiento en hora pico agudiza los reflejos de autodefensa y supervivencia.

El suave vaivén del nuevo tren chino, más silencioso y cómodo que los de antes del accidente de Once, es la mejor canción de cuna. Los parpados le pesan una tonelada y de a poco se cierran. Federico lucha por mantenerlos abiertos. Sin embargo, se deja llevar a otra dimensión por el letargo poderoso que lo envuelve. Faltan varias estaciones para Once. Se acomoda. Tiene tiempo para una siestita.

El anuncio de la próxima estación lo despierta. No llega a entender el nombre, ¿algo terminado en u? No importa, ya deben estar por la trinchera a la altura de Almagro, a punto de llegar a Once. Abre los ojos. El paisaje que ve por la ventana lo deja helado. El terror de no comprender lo que ve es una mano de acero que le estruja el pecho y lo deja sin aliento.

En vez de las paredes de ladrillos viejos de la trinchera, con matas de yuyos en las juntas, el tren va por una de las muchas vías que corren a nivel de la calle. Las flanquean edificios modernos de vidrio y metal con formas caprichosa. Otros son de centenarios ladrillos rojos, como salidos de una aventura de Sherlock Holmes. A la izquierda, se deja entrever una gigante vuelta al mundo. Un tren rojo, amarillo y azul pasa en dirección contraria.

Federico alcanza a leer el nombre del tren: South Western Railway. Se desespera, no entiende dónde está, qué pasó, cómo llegó ahí. Entra en pánico mayor. Le falta el aire. Abre la boca para hablar, solo emite sonidos guturales.

El tren llega a la estación. El batallón de pasajeros mudos levita al unísono hacia el andén y más allá. Waterloo Station, rezan los carteles. El vecino de asiento, otro autómata, se pone de pie. Quiere salir, pero Federico, paralizado, le impide el paso. El hombre le sacude el hombro izquierdo, tentativamente al principio, con más insistencia después.

– Arriba, Fede, vamos. Levantate, nene-, su madre, todavía en bata, lo despierta.

Federico abre los ojos y se incorpora sobre el codo. Se pasa la mano por la cara, como quitando las últimas telarañas de sueño. De a poco entiende.

– Uh, me quedé dormido, la puta madre.

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