En su libro Otoño alemán, la autora y arquitecta argentina Liliana Villanueva cuenta sus vivencias en Berlín Occidental en la época de la caída del Muro. Tenía pactado comenzar a trabajar en un estudio de arquitectura en febrero de 1990, pero la llamaron una noche de noviembre para decirle que empezara al día siguiente. Resultó ser una confusión. Ahora, Liliana tiene tres meses libres para explorar la ciudad.
Me encanta su modo de describir la vida cotidiana en Berlín en ese tiempo. Me despierta la curiosidad. Quiero subirme a un avión ya y aterrizar en la capital alemana. La actual capital, porque en la época en que se sitúa el libro, Alemania estaba todavía divida en dos. La capital de la República Federal de Alemania era Bonn, y la de la República Democrática (que de democrática no tenía nada al ser un estado socialista soviético) era Berlín Este.
Recordemos que Berlín había quedado partida en dos, Este y Oeste, después de la Segunda Guerra Mundial, cuando las potencias aliadas y la Unión Soviética se la repartieron. La construcción del Muro de Berlín a partir de 1961 no solo puso en evidencia la paranoia soviética, también fue un símbolo tangible de esa división.
Coincidiendo con la lectura del libro, mi marido y yo estuvimos mirando una serie muy interesante que transcurre en la Berlín no turística, la de todos los días. Estaciones de subterráneo, departamentos antiguos lindos, pero no de revista de decoración, cafés de barrio, puestos de diarios que tranquilamente podrían haber sido los de Liliana Villanueva.
Esta serie, llamada Counterpart (homólogo o colega en inglés), es, en mi opinión, una suerte de reconstrucción de la Guerra Fría que tuvo a Berlín como protagonista estelar. En esta ficción existen dos mundos paralelos unidos por un portal. Un mundo fue un espejo del otro hasta que algo cambió, un pequeño detalle que se revela en uno de los capítulos, y la historia de cada mundo siguió un curso algo diferente.
Una Berlín, la de “nuestro lado,” es la ciudad que corresponde a nuestra realidad. La otra Berlín existe en un mundo más restrictivo y regulado. Diría que esa es la Berlín Oriental histórica y el portal hace las veces de muro. Los espías de ambos bandos, tanto en la ficción como en la vida real, son los protagonistas.
Mi interés por las historias de espías nace en parte de las historias que mi abuelo materno nunca contó.
Mi interés por las historias de espías nace en parte de las historias que mi abuelo materno nunca contó. El estuvo en la SIDE (la Secretaria de Inteligencia del Estado, ahora llamada Agencia Federal de Inteligencia) durante muchos años y se jubiló cuando yo era muy chica, a principios de los años setenta.
Una de las anécdotas de esa época cuenta que mi abuelo me llevó a la Casa Rosada, donde trabajaba, para despedirse y presentar a la primera nieta. Hace poco me enteré de que a los agentes de la SIDE les recomendaban contestar que trabajaban en Presidencia si algún civil les preguntaba. La oficina de mi abuelo efectivamente estaba en la Casa Rosada. Lamento no tener ni el más mínimo recuerdo de ese día.
Aunque hubieran pasado décadas, mi abuelo se negaba a contar historias de su paso por Inteligencia. Decía que no debía divulgar secretos de Estado. Con eso solo lograba avivar mi curiosidad. A veces, se le escapaban comentarios, como cuando dijo al pasar que había visto en persona a J. Edgar Hoover, el primer director del FBI. La mandíbula me rebotó dos veces contra el piso. Por más que lo interrogara, no hubo caso. No reveló ningún otro secreto.
Quien sabe qué estaba haciendo Hoover en Buenos Aires. Argentina nunca tomó parte activa en la Guerra Fría. Según la ideología del presidente de turno, el país se acerba mas o menos ya a los Aliados, ya a la URSS, a esta última especialmente en los años setenta para venderle productos agrícolas.
Checkpoint Charlie (Friedrichstrasse) era el puesto de control más conocido de los que existían a lo largo del Muro de Berlín. Estaba destinado exclusivamente a extranjeros y miembros de las fuerzas aliadas. De todas las personas que conozco que visitaron Berlín y cruzaron el Checkpoint Charlie, solo una lo hizo durante la Guerra Fría: mi marido.
Fue un viaje familiar a principio de los ochenta. El motivo, una cena oficial. Mi suegro era coronel del ejército británico y debía vestir uniforme para poder cruzar, además de presentar los papeles correspondientes. Mi marido cuenta que mostraron los pasaportes con las ventanillas cerradas, mientras soldados soviéticos inspeccionaban el auto. Era pleno invierno. Todo recubierto de blanco y tonos grises. Así me imagino la vida bajo el régimen comunista. Un gris claustrofóbico.
De todas las personas que conozco que visitaron Berlín y cruzaron el Checkpoint Charlie, solo una lo hizo durante la Guerra Fría: mi marido.
Al comienzo de la pandemia por el virus Covid-19 en 2020, algunos productos escaseaban en Dallas, donde vivimos. Papel higiénico, toallas de papel, pastas, arroz, a veces frutas y verduras. Faltaron hasta que la gente dejó de ser presa del pánico y los proveedores se ajustaron a la nueva demanda. Un día, parados mi marido y yo frente a góndolas semi vacías, dijo “Esto parece Berlín Oriental”. Lo que para nosotros fue una situación inusual y temporaria, para ellos era algo cotidiano. Me invadió cierta tristeza.
Un legado accidental de la Guerra Fría entre el Este y el Oeste, o más precisamente, entre Estados Unidos y la Unión Soviética, fue una gran cantidad de películas y novelas de espionaje. Invariablemente, el espía ruso era malísima persona y el americano era el salvador del planeta. Confieso que de adolescente amaba las novelas de Robert Ludlum, sobre todo la trilogía de Jason Bourne. Este tipo de novelas fue de los primeros libros de adulto que leí.
Me acuerdo de me paraba frente a los estantes rebosantes de la biblioteca de mi abuelo paterno a respiraba ese particular olor a papel y tinta y madera. Un aroma cargado de aventuras, viajes de exploración, historias de amor y odio, de sexo, de desencuentros. La vida misma. Seleccionaba un libro y me acomodaba en el sillón Chesterfield negro que estaba debajo de la ventaja. Era abrir la tapa y perderme en otros mundos.