El eco de sus pasos resuena en el silencio de la noche. Hace tiempo que no pasa ningún auto y mucho menos, un peatón. El aire fresco y húmedo presagia un otoño lluvioso. Los adoquines cubiertos de rocío reflejan la débil luz de la luna.
El hombre intenta descifrar la hora que marca el reloj de la plaza. Se para debajo del farol de hierro forjado. Espera. Oye pasos lejanos. Contiene la respiración. Decide alejarse del farol delator y se refugia en la oscuridad.
Tap, tap, tap, los pasos se acercan. Comienza a transpirar y la brisa nocturna le produce escalofríos. Ruega que no sea el vigilante de turno.
Tap, tap, tap. Da un paso para atrás y siente que le tocan el hombro. El corazón le da un vuelco. No puede respirar. Lentamente se da vuelta y con un alivio inexpresable se da cuenta de que no era una persona sino la punta de la hoja de una cica revoluta. Exhala despacio. Presta atención a los ruidos de la noche: un ladrido apagado, el vuelo errático de un murciélago, las hojas que se estremecen con el viento que se levantó de repente. Pero no oye más pasos.
Cuando se siente seguro, sale de su escondite. Vuelve a mirar la hora. El momento se acerca. Repasa sus instrucciones: a las 3 en punto tiene que pararse bajo el farol de la esquina noreste de la plaza.
Se acomoda la boina de fieltro, se ajusta los guantes y el gabán, se aclara la garganta. Las campanas de la iglesia comienzan a sonar. Cuenta: una… dos… tres.
La hora señalada. Camina despacio hasta el farol y se acomoda como le ordenaron. Un Packard oscuro se detiene en la esquina noreste. Siente que el corazón le va a estallar de los nervios. Ve que la ventanilla del acompañante baja despacio y una mano anónima la hace señas para que se acerque. Intenta ver los ocupantes del auto pero es imposible.
-Pibe, agarrá este paquete y llevaseló al Turco Alí. El sabe lo que tiene que hacer. Y vos quedate musarela por tu bien.
Asiente con la cabeza y toma el paquete envuelto en papel de estraza. Comienza a caminar y se pierde en la noche del arrabal.