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Adiós al sueño americano

De pequeño, veía con envidia que las gentes de mi pueblo vivían mejor que el resto de nosotros con las remesas que recibían de sus familiares en los Estados Unidos. Para mí, los Estados Unidos representaban el paraíso, un lugar donde uno ganaba mucho dinero, mucho más que en las maquiladoras de Tamaulipas, un lugar donde uno era feliz y vivía confortablemente, donde uno escapaba de las garras de la pobreza agobiante.

            Llegué al punto de encuentro a la hora pactada. Llevaba mis pocas pertenencias en una bolsa plástica. Mi vida entera cabía en una bolsa de la tienda de abarrotes. Pero no me importaba: estaba a punto de cambiar mi vida. Mi sueño iba a convertirse en realidad. No más sufrimiento. No más pobreza. Sentía que podía tocar el cielo con las manos.

            Nos metieron en la parte trasera de una camioneta. Éramos ocho en total. Conocía a dos chavos del pueblo, al resto no. Nos acomodamos como pudimos, tratando de no tocarnos, todos mirando al piso, como avergonzados de estar allí. Al principio nadie quería platicar, pero de a poco nos fuimos soltando.

Todos teníamos la misma ilusión: cruzar la frontera con Texas y comenzar a trabajar o volver a ver a nuestros tíos y primos, que nos iban a ayudar a triunfar. Todos teníamos la misma preocupación: que los coyotes se echaran para atrás y nos dieran un plantón en medio del desierto.

            La camioneta arrancó y el corazón me dio un vuelco. Hacía calor y no entraba suficiente aire por la ventila. Me quité la sudadera, la doblé con cuidado y la coloqué en mi bolsa. La camioneta daba sacudones, a veces más fuertes, a veces menos. Perdí la cuenta de la hora pues había empeñado mi reloj pulsera para poder pagar parte del viaje. No sabía si era de día o de noche.

Finalmente, el sueño me venció y me eché a dormir, un poco por cansancio y otro poco por aburrimiento. Al cabo de un tiempo, me desperté porque estaba ladrando de hambre y tenía la garganta seca. Comí una de las tortas de jamón que me había preparado mi viejita. Guardé el resto para más tarde. También tuve la precaución de beber una sola botella de jugo de tamarindo y guardar la otra. Como dicen en mi pueblo, más vale acostarse sin cenar que levantarse sin almorzar.

            El viaje siguió a los sacudones, pero sin mayores novedades, hasta que me pareció que la camioneta aceleraba de golpe. En la penumbra, apenas podía distinguir las caras de mis compañeros de viaje, pero pude sentir la creciente tensión en el aire. Nadie abrió la boca, nadie sabía qué estaba sucediendo, pero todos esperábamos lo peor. La camioneta iba cada vez más rápido. Por los saltos que daba, supuse que se había salido del macadán e iba a campo traviesa aplastando matas de pasto seco.

Nos agarramos de lo que pudimos para tratar de mantener el equilibrio y no darnos de cabeza contra las paredes o golpearnos los unos a los otros. La camioneta frenó de repente y terminados apiñados contra un extremo, formando una araña gigantesca con dieciséis piernas y brazos. Poco a poco fuimos desenredándonos, frotando rodillas y codos magullados y cabezas golpeadas. Nadie hablaba. Todos temíamos ya por nuestra vida. A lo lejos se oía el sonar apagado de una sirena y luego una especie de golpeteo sordo. Una balacera. Y nosotros en el medio.

            Pasaron unos minutos, unas horas, no había forma de saberlo. Alguien abrió la puerta trasera del remolque. Entró una bocanada de aire fresco. Ya era de noche. Una cara se asomó y nos dijo algo. Ninguno de nosotros se movió. El hombre de uniforme verde y pelo cortado al rape volvió a decir algo, esta vez casi a los gritos. Como nadie le contestó, comenzó a gesticular con las manos. Nos hablaba en inglés.

Al ver que nadie le contestaba, hizo una mueca de frustración, dijo algo más y se dio media vuelta. Vi que respiraba hondo, como tratando de relajarse. Volvió a asomarse al remolque abierto, repitió la misma frase en inglés, pero esta vez hizo gestos más claros y con más paciencia. Quería que saliéramos de la camioneta. Nos levantamos despacio y salimos en fila de a uno.

Había dos camionetas con un escudo amarillo pintado en la puerta y luces en el techo que iluminaban todo a su alrededor. El policía que nos hizo salir de la camioneta estaba conversando con otros vestidos como él y armados con rifles y nos señalaban. Nos hicieron poner de espaldas a ellos, con las piernas separadas y las manos apoyadas en los carros. Tres policías nos palparon de armas mientras otros dos nos apuntaban con sus rifles.

            Este fue el fin de mi sueño y el comienzo de una pesadilla.

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